Quisiera decir que soy un conocedor de la conducta humana, pero lo cierto es que solo soy un triste observador de ella. Me asombro fácilmente por las causas trascendentales que motivan a algunos seres humanos. También me asombran las nimiedades que impulsan a otros tantos. Cuanto más observo al humano, cuanto más me cuestiono a mí mismo, más convencido estoy de que el temor, ese eterno guardián de nuestra integridad, no cabe donde habita la estupidez.
El temor a la muerte impulsó al hombre a construir instituciones monumentales. Recientemente paralizamos el mundo por temor a la muerte por la Covid-19. En Colombia, cuando aún no sufríamos por el coronavirus, el gobierno tomó la decisión de confinar a las familias en sus casas. Los miles de muertos en Italia y España pusieron la conservación de la vida por encima de todo. Nos acuartelamos y, contra toda estimación, la cuarentena se respetó a pesar del hambre.
En los primeros días de la cuarentena toda noticia importante se refería a los estragos ocasionados por el coronavirus. El noticiero del medio día se dedicaba, en la amplitud de sus tres horas, a contarnos lo poco eficaz que resultada la cuarentena en Italia. El número diario de muertos no disminuía, mientras que los ciudadanos continuaban frecuentando los parques y lugares turísticos para leer, descansar o hacer deporte, porque, según dijo una transeúnte al ser entrevistada «la primavera había llegado y era una pena no gozar del sol por verse obligados a estar encerrados».
Las notas periodísticas nos contaban que los médicos italianos y españoles hacían turnos de treinta y seis horas. Los pacientes con dificultades respiratorias se morían sofocados a la espera de una cama en cuidados intensivos. Los militares apilaban los cadáveres en camiones y los llevaban a la iglesia que ofreciera sus instalaciones, a las improvisadas morgues. No había lugar a ceremonias de despedida para los muertos, tampoco familiares y amigos ataviados de trajes negros.
Construimos, por milenios, rituales alrededor de la muerte. Sentidas ceremonias que ayudan a hacer catarsis por el dolor de la partida del hijo, el hermano, la madre. Los mitos y la literatura nos ayudaron a humanizar la muerte. Le dimos una figura humana, pensamientos humanos, sentimientos humanos. La muerte habló en todos los idiomas. Fue egoísta y compasiva. Fue burlada por uno que otro hombre, pero siempre inhabitable para la mayoría de los mortales, y ante la certeza de la muerte el hombre creó rituales para despedir al muerto y, a la vez, recordar que un día dejaría de ser doliente para convertirse en difunto.
Italia y sus miles de muertos nos hacían temblar hasta los huesos. Esa muerte venida de Asia no solo quitaba la vida, sino que destruía lo que nos llevó miles de años construir: los rituales alrededor de la muerte. La Covid-19 obliga a deshacerse de los cuerpos a toda marcha, sin ritos, sin compañía hasta la última morada, que, en ocasiones, era una fosa común. Se improvisaron bodegas para los cadáveres. La capacidad de los hornos crematorios era insuficiente. El número de muertos diarios y la ingeniería para deshacerse de los cuerpos nos recordaban algunos de los pasajes más oscuros de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy el panorama mundial no es distinto. La tragedia se trasladó de Italia y España hacia Gran Bretaña y Estados Unidos. Los muertos diarios se siguen contando por miles. Los entierros se realizan bajo las mismas condiciones: sin ritual ni despedida. Las funerarias, cementerios y bodegas para almacenar muertos son insuficientes, y, sin embargo, algo cambió. El miedo nos abandonó conforme los medios dejaron de hacernos espectadores de la tragedia mundial.
Desde hace un par de semanas el noticiero más visto del país cambió el foco de las noticias sobre el coronavirus. Los reportes sobre el número muertes, las duras condiciones al interior de los hospitales, las largas filas de camiones llenos de cadáveres rumbo a una fosa común pasaron a segundo plano. Las noticias ahora hablan sobre la reactivación económica, vendiendo entre nota y nota, una falsa post pandemia.
Como lo dije al inicio de esta columna, no soy un experto sobre el comportamiento humano, soy un triste observador. Lo que he observado, hasta el momento, permite que me aventure a afirmar que los colombianos vivimos la tragedia de la Covid-19 como espectadores, siendo fieles a la macabra tendencia arraigada en lo profundo de nuestra mente: nos conmueve hasta el hueso lo que nos muestra el cine y la TV, pero somos completamente insensibles sobre la tragedia real que se desarrolla frente a nuestras narices.
En Colombia la pesadilla causada por la Covid-19 apenas está tocando a nuestra puerta.