Cada vez que una sofisticada máquina lava y seca la ropa en un santiamén, se van extinguiendo los años laboriosos y rudimentarios del lavado a mano. Hoy, además de un televisor pantalla plana de cuarenta pulgadas, todo pobre debe tener en casa una lavadora-secadora. La batea y el restregado son hoy a la limpieza de la ropa lo que Internet Explorer es a la navegación web. Yo nunca he sido un experto lavador de nada. Lavar para mí es aburridor. Por eso, en mi habitación, siempre hay demasiada ropa sucia amontonada sobre la silla que hace las veces de ropero.
Digo esto porque hoy es mi día de lavado y he sacado al patio toda mi ropa sucia. Ya en la lavadora se están retorciendo los jeans. Seguidamente, entrarán las camisetas, las medias y lo de estar en casa. Pero faltan las camisas. Mientras las clasifico, recuerdo lo que mi abuela siempre decía: «las camisas se lavan a mano». Las blancas a un lado, las de color a otro, «las camisas se lavan a mano». Esta es la más elegante…, «las camisas se lavan a mano». ¿Dónde está la guayabera? —Me pregunto—«las camisas…». Lavar a mano fue algo que ella conoció muy bien, como un arte ancestral, como un ritual de renovación, con la dignidad de quien supo pasar jornadas enteras bajo el abrasivo ardor de un sol en plenitud, luchando contra las asperezas de la mugre.
Entonces tomé la camisa, aquella, la más elegante, y empecé —jabón en mano— a embadurnar la camisa por los lados del cuello. Era más bien una caricia, una forma inconsciente de apego a la prenda que momentos antes estuvo a punto de someterse a los embates despiadados del ciclo dos de la lavadora. El turno ahora es para la parte interior de las axilas. Suavecito, hay que aplicar bastante jabón en esa zona y dejar que actúe por un momento. Después, sutilmente, se usa la tela misma para frotar hasta que los rastros de la crema desodorante desaparezcan. Luego a las mangas y al resto. Todo con absoluta delicadeza, como si no se tratase de un atuendo sino de un bebé recién nacido.

Me detengo en mis manos. Miro en ellas las manos de mi abuela, arrugadas, demasiado blancas y rojizas, y solo hasta este momento soy capaz de entender la razón por la cual casi siempre lavó a mano, aun cuando podía servirse de una máquina que lo hiciera por ella. Lo hizo porque entre la lavadora y nosotros no intervienen los sentimientos. La lavadora da tumbos desordenados sin sensibilidad. Ella, aunque nos proporciona un beneficio, no es indispensable por lo que hace: es especial porque lo hace más rápido y nos ahorra un esfuerzo. Sin embargo, hay un aliento primitivo en las manos arrugadas, en el jabón que se deshace, en las cerdas roídas de un viejo cepillo, en el trozo de palo que, percutiendo, despercude. Todo ello forma un amasijo entrañable que nos recuerda que los seres humanos estamos en la obligación de encargarnos de nuestras propias suciedades, de pensar en las manos cuando queremos cagarnos en todo, porque son ellas las encargadas de limpiar lo que nadie más puede. Son ellas las que, resignadas y en silencio, tienen el ingrato trabajo de borrar los rastros de una mancha.
Ahora empiezo a pensar en el hombre: en nuestra equivocada forma de hacer historia, acumulando suciedades de las que no nos hacemos del todo responsables, y cuya culpa nos obliga a inventar compensaciones tardías como el reciclaje, por ejemplo. Un mea culpa con el que pretendemos lavar nuestra amplia gama de pecados. Para alivianar la conciencia reutilizamos mentiras, victorias rancias, políticas inservibles, recuerdos inútiles, infancias sin nombre, ideas obsoletas, dioses indiferentes. Todas y cada una de estas cosas son una mugre que se extiende sobre una sucia cotidianidad que nos atraviesa y que aguarda, en vano, que nos ocupemos de ella como se debe.
Por esa razón, la naturaleza de este planeta —que sabe la clase de huéspedes que tiene— ya ha empezado a hacerse cargo, y no en términos amistosos. Nos ha encerrado a todos con finalidades conductistas. Como la buena maestra que es, pretende ahora que tomemos acciones más radicales, más pertinentes, sobre el simple de hecho de vivir en un mundo del que no somos dueños. Nos obliga a abandonar el derroche, para empezar. Nos corresponde ser ahorradores, no preparar más comida de la necesaria, no pensar solo en nosotros. Nos hace sentir tan insignificantes que no nos queda de otra que doblar las rodillas y orar, rezar, meditar… cualquier cosa, menos quejarnos. Este es el modo que ella ha empleado para lavarnos como especie.

Sin embargo, eso no durará mucho tiempo. Algún día volveremos a las calles a enlodar la vida, a llenarla de porquerías innecesarias, a ennegrecer el cielo con carbón, a subyugar al otro. Dentro de poco, cuando nos dejen salir, volveremos a ensuciarnos como nos gusta. Regresaremos a un nuevo y más complejo capítulo de capitalismo salvaje para poder exhibir nuestra felicidad en redes sociales. Y esta es nuestra manera predilecta de contaminar la vida. Razón tiene Ortega y Gasset al decir en La historia como sistema»que la vida hay que hacérnosla diariamente.
«Lavarla a mano diariamente», añado en voz alta, mientras advierto que es medio día. Predigo que a más tardar en una hora podré acabar con toda la ropa sucia. Mi madre me ha llamado a la mesa, pero no almorzaré hasta que termine. Pienso en cuántas veces mi abuela tomó la misma decisión. Tampoco dejo de pensar en que, probablemente, cuando ella lavaba mis camisas, también divagaba en sinsentidos como estos que voy dejando atrás al tiempo que escribo para ustedes y tiendo al sol los jeans que puntualmente me entrega la lavadora. Esta tarde, cuando el sol haya secado toda mi ropa, voy a organizarla en mi armario. Ahí estará hasta que se acabe la cuarentena, cuando llegue el momento de usarla de nuevo y amontonarla, poco a poco, en la silla que en mi habitación hace las veces de ropero.