Proteger la vida humana es lo más importante. Esa parecía ser la consigna mundial una vez conocida la facilidad de contagio de la Covid-19. China paralizó su economía y los precios del petróleo se vinieron al piso. Vimos a las petroleras pagar para que les compraran el producido. Europa paró sus vuelos internacionales, el comercio y el turismo en plena primavera, resignando así sus expectativas de crecimiento económico. Con cada nueva medida la seguridad aumentaba: la vida humana es el activo absoluto.
China y Europa establecieron la pauta: en caso de peligro de miles de muertes por coronavirus se debe enviar a la gente a sus casas hasta que se controle el contagio o se encuentre una vacuna. La Covid-19 llegó a Latinoamérica y las medidas, salvo en Brasil, fueron similares: cuarentena temprana antes de que el brote desborde la red sanitaria y los infectados mueran a la espera de una cama en la Unidad de Cuidados intensivos.
Latinoamérica, salvo Brasil, siguieron el camino señalado por China y parte de Europa. La vida humana parecía estar por encima de cualquier estimación cambiaria. Sin embargo, las políticas económicas en medio de la pandemia empezaron a cambiar conforme la pandemia se esparcía por Estados Unidos. Desde el inicio el gobierno liderado por Donald Trump fue claro: la economía no se puede paralizar por este brote, y sin importar el número de muertos vamos a seguir en las calles.
Pero la fuerza del coronavirus pone de rodillas a cualquiera, y la posición clara y firme de Trump se flaqueó ante el poder mortal de la Covid-19. Luego de varias semanas del primer contagio, Trump se vio obligado a recomendar a los ciudadanos la permanencia en casa, bajó el tono conflictivo con que se refería a los gobernadores que exigían medidas más drásticas, así como una cuarentena nacional obligatoria. Para ese entonces el número de muertos diarios en Estados Unidos llegaba a tres mil, mismo número de muertos que en el atentado a las torres gemelas.
Poco duró la actitud reflexiva de Trump, quien conforme pasaron los días, desautorizó a su equipo de consejeros sobre la pandemia, la mayoría de ellos científicos reconocidos en la materia, y, vía Twitter, pidió a la gente salir a las calles para exigir una reactivación económica. Con treinta y tres millones de desempleados el llamado tuvo eco. «La economía es más importante que la vida humana», decían los manifestantes.
La posición de nuestro país, Colombia, empezó a cambiar. El foco de las noticias también lo hizo. De un momento a otro los cuidados, el lavado de manos, el número de contagios diarios pasaron a segundo plano, desplazados por el discurso de reactivación económica y lo imperativo de levantar la cuarentena total. Ese discurso de reactivación, ese virus que nos dice que la economía es más importante que la vida humana, se esparció tan rápido como la misma Covid-19.
En una comunidad acostumbrada a festejar los entierros, a celebrar con baile y trago las tragedias, la cuarentena era un estorbo. En Colombia, todo indica que no me equivoco, un sector minoritario entendió los peligros del coronavirus. La gran mayoría aún especula sobre la existencia de la Covid-19, y se aventuran a afirmar que el virus no existe, que es una invención del gobierno y los empresarios para recortar la nómina de las empresas.
El asombro por el número de casos positivos quedó en el pasado. En los primeros días de la cuarentena nacional obligatoria nos asombraba que hubiera veinte casos nuevos diarios, que se reportara un muerto por Covid-19. Hoy los casos están cerca de los mil diarios, los muertos oscilan entre veinte y treinta por día; sin embargo, esas cifras ya no asombran. Los colombianos perdieron el miedo a la muerte por coronavirus.
La cuarentena es cosa del pasado. Los treinta días que duró la verdadera cuarentena tuvieron un efecto adverso en los colombianos: antes que aprender sobre el virus, extremar el cuidado personal y la bioseguridad, todo indica que en el confinamiento hicimos un pacto con la muerte para acercarnos a ella un poco más. Toda medida resulta inútil, pues, hasta el toque de queda nos lo pasamos por la faja.
Quizá los equivocados fueron los que, como yo, pensamos que los colombianos podíamos desarrollar un poco el sentido común; pero no, tal parece que merecemos nuestra suerte. Seguimos siendo un país huérfano de intelectuales, sin un científico que se atreva a desafiar las decisiones del gobierno. Si bien en Estados Unidos el presidente Trump decidió no oír los consejos de la sociedad científica, éstos no bajaron la voz, todo lo contrario, no han perdido oportunidad para exponer el costo en vidas humanas que representa la macabra obsesión por la salud de la economía.
Al final de todo este tortuoso camino que nos impuso el coronavirus quizá nos queden dos verdades: la Covid-19 vino de China, pero el virus que puso en peligro de muerte a millones provino de Estados Unidos.